domingo, 1 de marzo de 2009

Diez años


Ah, son como los Backsteet Boys” dije yo.
“¿Como qué?” replicó mi hermanita de 12 años.
Como los Back-street-Boys” repetí, haciendo hincapié en cada sílaba, pero lo único que logré fue que se encogiera de hombros y me mirara con una mezcla de confusión y condescendencia. Me dediqué entonces a explicarle que los Backstreet (mi favorito era Kevin) eran (¿o son?) un grupo de chicos que cantaba, justo así como sus queridos Jonas Brothers.
¡Qué indignación! Cómo es posible que no supiera quiénes son los Backsteet Boys? Eso no fue hace tanto… ¿o si?
Y así, últimamente he empezado a caer en cuenta de que cosas que yo hacía, que estaban de moda, que me gustaban hace diez años, están ya en el olvido. Y digo últimamente porque cuando tenía 15 ó 18 años, decir “hace diez años” era sumergirse un poco en esa especie de limbo en la memoria en que ahora coexisten los años de la infancia. El Club de los Tigritos se mezcla con Popy y las Payasitas Ni Fu Ni Fa, y no importa mucho cuál haya sido primero y cuál después, porque simplemente no lo puedo recordar bien.

Pero hoy, ahora en este instante sí recuerdo muy bien llegar a clases en mi primer día de bachillerato y mirarnos todos cómo nos quedaban las chemises azules; recuerdo sentarme en mi cama una tarde lluviosa a empezar a leer mi primer libro, “La Historia Interminable” de Michael Ende, y cómo sentí que era un momento trascendental y hasta solemne; recuerdo la primera y única vez que hasta ahora he ido a Estados Unidos, y lo mucho que me enojé cuando mi mamá no me dejó montarme de nuevo en la Torre del Terror de MGM; recuerdo ver en la tele los inicios de Britney, Christina, los Backstreet Boys, por supuesto, además de series como “Escalofríos”, “Le temes a la oscuridad?”, “Sweet Valley High” y “Salvado por la campana”, y no dejo de sorprenderme de lo mucho que la televisión nos acompaña, o al menos me acompañó a mí en esos años de crecer sin darme cuenta.
Y tantas cosas más. Y verme ahora y poder decir “hace diez años yo hacía esto o lo otro” y sentir que no fue hace tanto tiempo, que se pasó muy rápido y no supe cómo, me deja como encandilada. ¡Sí! Como que me quiero frotar los ojos para ver bien a mi alrededor y especialmente para mirar bien dentro de mí misma, a ver si logro responderme qué es de mí ahora. Quién soy, en qué me convertí, porque aunque todavía no me sienta adulta, sé que hay cosas de mí que han cambiado. Ya no soy tan sentimentaloide como antes, sino que estos diez años (por darle algún nombre a sea lo que sea que me cambió) me han hecho un poco más realista y un poquito irónica a veces. Y al decir “realista” estoy consciente de que cometo una gran contracción (¿Puedo hacer una cita sin recordar quien la dijo? Bien, aquí va: “la naturaleza no sabría inventar tantas contradicciones como las hay en el alma humana.”) Pues generalmente se les considera realistas a los que simplemente se dejan llevar por la corriente de lo que pasa alrededor, los que no se atreven a ser quienes realmente son o a hacer lo que de verdad desean. Pero yo no quiero eso para mi realidad. Al ser realista, quiero decir que dentro de diez años más, quiero mirar atrás y sentirme satisfecha y orgullosa de haber empezado una segunda carrera, de haberme ido a otra ciudad, de haber ido a la playa inesperadamente las veces que me dio la gana. Quiero agarrar los sueños por las orejas y bajarlos hasta acá, hasta la realidad, para volverlos tangibles.
Y mientras mi hermanita me sigue contando las desventuras amorosas de Miley Cyrus y uno de los Jonas, yo decido buscar en la gaveta de los recuerdos aquel CD de carátula azul claro y cinco chicos vestidos de blanco:
“…Tell me why
ain’t nothing but a heart ache,
tell me why
ain’t nothing but a mistake.
Tell me why
I never wanna hear you say
I want it that way
…”

jueves, 18 de septiembre de 2008

La hora de la tortura

Si hay algo que en este país a casi todo el mundo le gusta, y digo casi ya verán por qué, es la tan celebrada, costosa (por eso de los jugueticos, pitos, matracas, pelucas, antifaces, y un largo etcétera de corotos) y famosísima Hora Loca; y pongo el nombre en mayúsculas, porque es prácticamente una institución en todo matrimonio, cumpleaños, fiesta de aniversario, de fin de año, de bienvenida, de despedida, casi que hasta en bautizos y primeras comuniones también. Recuerdo que la primera vez que estuve presente en una fue en los quince años de una amiga, hace como tres Olimpíadas. Estaba yo sin entender muy bien cómo yo, la reina de la introversión, llegué de pronto a estar bailando música de esa electrónica (creo que no había reguetón en esa época) con un amigo cuyos ojos parpadeaban y brillaban demasiado, cuando de pronto me encasquetan una guirnalda en el cuello y una matraquita en la mano. "¿Qué rayos es esto?" pensé. Pero como dicen "A dónde fuérais, haced lo que viérais," empecé a imitar a la gente que a mi alrededor brincaba y bailaba, tratando de no seguir con los movimientos del YMCA de Village People cuando la música ya había cambiado a tambores.
Pues esta sensación de estar desubicadísima no ha cambiado con el tiempo.
Primeramente, a mí lo que me gusta bailar es salsa y merengue; un buen Guaco, Adolescentes, Olga Tañón, eso si me lo gozo totalmente. Pero cuando cambia a reguetón, allí se me pone difícil la cosa. Simplemente no me siento cómoda con ese perreo, sandungueo, romantiqueo, y nada que termine en -eo. Y justamente cuando todos parecen más felices y entusiasmados, rodeando por todos los flancos al que está repartiendo los jugueticos, y se pelean casi a empujones por recibir un tubito fosforescente que brilla en la oscuridad o una maraca de plástico, empieza la tortura para mí. Oh, la tortura...
Y para describir un poco más elocuentemente mi situación, voy a copiar textualmente un fragmento del genial libro "Piedra de Mar", de Francisco Massiani. El desdichado protagonista se encuentra en una fiesta en la que no conoce a nadie, pero al fin se atreve a sacar a bailar a una chica:
"...Todo el mundo comenzó a saltar un twist. Conchita también saltaba. Era horrible. Me sentía un muñequito de cuerda. Ni siquiera movía las piernas sino los brazos, y como dirigiendo el tráfico. Era ridiculísimo..."
Pues bien, así mismo me siento yo: totalmente ridícula. Y ojo! No es que piense que las personas que disfrutan su Hora Loca son ridículos; para nada. Bien por ellos, que son gente normal. Simplemente que yo no la disfruto, y el tener que bailarla y encima fingir que me estoy divirtiendo, me parece la cosa más ridícula del mundo. Fingir, pretender que se es algo que no se es, tener que seguir adelante siéndole infiel nada más y nada menos que a tí misma, es una cosa absurda.
Entonces, se presenta el gran dilema: ¿camuflagearme entre la gente que bailotea su Tarantella, rock sesentoso o su "ia ia ie, oh, oh, oh!" de las Payasitas Ni Fu Ni Fa, tratando de ser algo que no soy y nunca seré? ¿O quedarme sentada o tal vez deambulado por allí, preferiblemente cerca de la mesa de la fuente de chocolate (mmm...), arriesgándome a que me miren como si fuera de otro planeta, en el mejor de los casos, o a que me digan que soy una vieja prematura, en el peor; pero siendo fiel a mí misma? Definitivamente es un difícil decisión. Vivimos muchas veces pensado en lo que van a decir los demás, adaptando nuestras acciones a ello. Pero ayer leí algo que dijo Mahatma Gandhi, un tipo que no creo que nos vaya a caer a mentiras: "La felicidad sobreviene cuando lo que piensas, lo que dices y lo que haces está en armonía." Así que voy a tratar de hacerle caso la próxima vez que vaya a una fiesta. No será fácil evadir los comentarios de mis queridos amigos o familiares, pero me rehúso a seguir auntotraicionándome.
Y bueno, ya que se terminó esta entrada y todo ha quedado claro, ¿por qué mejor no hacemos un trensito?