jueves, 18 de septiembre de 2008

La hora de la tortura

Si hay algo que en este país a casi todo el mundo le gusta, y digo casi ya verán por qué, es la tan celebrada, costosa (por eso de los jugueticos, pitos, matracas, pelucas, antifaces, y un largo etcétera de corotos) y famosísima Hora Loca; y pongo el nombre en mayúsculas, porque es prácticamente una institución en todo matrimonio, cumpleaños, fiesta de aniversario, de fin de año, de bienvenida, de despedida, casi que hasta en bautizos y primeras comuniones también. Recuerdo que la primera vez que estuve presente en una fue en los quince años de una amiga, hace como tres Olimpíadas. Estaba yo sin entender muy bien cómo yo, la reina de la introversión, llegué de pronto a estar bailando música de esa electrónica (creo que no había reguetón en esa época) con un amigo cuyos ojos parpadeaban y brillaban demasiado, cuando de pronto me encasquetan una guirnalda en el cuello y una matraquita en la mano. "¿Qué rayos es esto?" pensé. Pero como dicen "A dónde fuérais, haced lo que viérais," empecé a imitar a la gente que a mi alrededor brincaba y bailaba, tratando de no seguir con los movimientos del YMCA de Village People cuando la música ya había cambiado a tambores.
Pues esta sensación de estar desubicadísima no ha cambiado con el tiempo.
Primeramente, a mí lo que me gusta bailar es salsa y merengue; un buen Guaco, Adolescentes, Olga Tañón, eso si me lo gozo totalmente. Pero cuando cambia a reguetón, allí se me pone difícil la cosa. Simplemente no me siento cómoda con ese perreo, sandungueo, romantiqueo, y nada que termine en -eo. Y justamente cuando todos parecen más felices y entusiasmados, rodeando por todos los flancos al que está repartiendo los jugueticos, y se pelean casi a empujones por recibir un tubito fosforescente que brilla en la oscuridad o una maraca de plástico, empieza la tortura para mí. Oh, la tortura...
Y para describir un poco más elocuentemente mi situación, voy a copiar textualmente un fragmento del genial libro "Piedra de Mar", de Francisco Massiani. El desdichado protagonista se encuentra en una fiesta en la que no conoce a nadie, pero al fin se atreve a sacar a bailar a una chica:
"...Todo el mundo comenzó a saltar un twist. Conchita también saltaba. Era horrible. Me sentía un muñequito de cuerda. Ni siquiera movía las piernas sino los brazos, y como dirigiendo el tráfico. Era ridiculísimo..."
Pues bien, así mismo me siento yo: totalmente ridícula. Y ojo! No es que piense que las personas que disfrutan su Hora Loca son ridículos; para nada. Bien por ellos, que son gente normal. Simplemente que yo no la disfruto, y el tener que bailarla y encima fingir que me estoy divirtiendo, me parece la cosa más ridícula del mundo. Fingir, pretender que se es algo que no se es, tener que seguir adelante siéndole infiel nada más y nada menos que a tí misma, es una cosa absurda.
Entonces, se presenta el gran dilema: ¿camuflagearme entre la gente que bailotea su Tarantella, rock sesentoso o su "ia ia ie, oh, oh, oh!" de las Payasitas Ni Fu Ni Fa, tratando de ser algo que no soy y nunca seré? ¿O quedarme sentada o tal vez deambulado por allí, preferiblemente cerca de la mesa de la fuente de chocolate (mmm...), arriesgándome a que me miren como si fuera de otro planeta, en el mejor de los casos, o a que me digan que soy una vieja prematura, en el peor; pero siendo fiel a mí misma? Definitivamente es un difícil decisión. Vivimos muchas veces pensado en lo que van a decir los demás, adaptando nuestras acciones a ello. Pero ayer leí algo que dijo Mahatma Gandhi, un tipo que no creo que nos vaya a caer a mentiras: "La felicidad sobreviene cuando lo que piensas, lo que dices y lo que haces está en armonía." Así que voy a tratar de hacerle caso la próxima vez que vaya a una fiesta. No será fácil evadir los comentarios de mis queridos amigos o familiares, pero me rehúso a seguir auntotraicionándome.
Y bueno, ya que se terminó esta entrada y todo ha quedado claro, ¿por qué mejor no hacemos un trensito?